El crimen de Lola “La investigación es un chiste macabro, nos están tomando el pelo”

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Fuente Clarín

En la luminosa casa de su mamá, en Caballito, Lola Luna Chomnalez está por todos lados. Es una presencia que flota y se materializa en cada rincón: un retrato hecho en carbonilla en la entrada de la cocina, fotos sobre las mesas o apoyadas en los muebles y hasta sobre un atril, como una partitura de música infinita.

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Hace casi un año la mataron en una playa de Uruguay, a donde había ido a pasar fin de año con su madrina. La Policía detuvo a unos 15 sospechosos, pero el crimen sigue impune. Ese agujero que ocupa la falta de verdad y justicia explica, de alguna manera, el tiempo presente con el que los papás, Adriana Belmonte y Diego Chomnalez, evocan a su hija. “La gran angustia que tenemos es esa falta de tranquilidad”, dicen.

Si ambos aceptaron la entrevista con Clarín es exclusivamente porque necesitan encontrar el eslabón que falta, y creen que es momento de expresar la sensación de injusticia que rodea cada minuto de sus vidas. No les interesa contar públicamente cuánto extrañan a Lola (tampoco hace falta, flota en el aire). No necesitan hacer catarsis pública ni “mediatizar” –en palabras de la mamá– su dolor. Pero sí reclaman respuestas. “Queremos conseguir paz. No la tenemos ni la vamos a tener hasta que no sepamos quién mató a Lola y se haga justicia”, agrega el papá. Y en el transcurso de la charla lo repetirá media docena de veces. “Es muy feo tener un signo de interrogación.

No hay certezas de nada. Y así no sabés si dirigís la tristeza a un singular, a un plural, a un masculino, a un femenino”, completa Adriana, mientras acaricia el lomo de Michelle, la gata de su hija, que camina por la mesa.
Cuando la mataron, Lola tenía 15 años. El 26 de diciembre del año pasado se despidió de sus padres y viajó sola, previo paso por Montevideo, a Barra de Valizas, en la costa rochense del Uruguay.

Allí la esperaba su madrina, Claudia Fernández, junto a su esposo, el chef Hernán Tuzinkevich, y sus hijos. Se supone –porque nadie la vio– que el domingo 28, tras el almuerzo, la adolescente salió a caminar por la playa hacia el pueblo vecino de Aguas Dulces. Nunca volvió. Pasaron dos días hasta que apareció su cuerpo, oculto y tapado con arena bajo una acacia, en la ladera de un médano. No lo halló la Policía: mientras los agentes buscaban en otro lado, la encontró un artesano que vive en Valizas y que, según declaró en la Justicia, había salido a buscar rastros junto a sus hijos ya que estaba conmocionado por la desaparición.

Durante todo este año que pasó, la Justicia uruguaya se movió de maneras misteriosas. Los 15 indagados (incluido Tuzinkevich) fueron liberados por falta de pruebas.

Hasta ahora no encontró el eslabón perdido, a pesar de un rastro de sangre que apareció en una toalla que Lola llevaba en su mochila. La comparación de ese ADN dio negativo con las muestras de todos los sospechosos. Tampoco apareció alguien con las características que describe el único identikit de la causa, hecho a partir de la declaración de un testigo. “La seguidilla de detenciones fue ridícula”, opina ahora Adriana.

Según cuenta el papá, el Gobierno y la Policía de Uruguay se disculparon con ellos por cómo llevaron la investigación. Pero eso no disminuyó su malestar con la Justicia. “No hicieron nada. La investigación es un chiste macabro, creo que nos están tomando el pelo. No queremos poner adjetivos calificativos. Ojalá que hagan eso que no hicieron en un primer momento. Pero no lo creo”, dice el hombre, con un tono que oscila entre la bronca y la resignación. Y refuerza el pedido de Justicia como la única forma de recuperar algo de todo lo que se transformó en vacío: “A Lola no nos la devuelve nadie. Al menos pedimos que se sepa la verdad”. Es lo último que dice.

La mamá aclara que no quieren entrar en controversia con la jueza, Silvia Urioste, ni con el fiscal del caso, Rodrigo Morosoli, y que no buscan que agarren a cualquiera.

Pero admite que se sienten como frente a una pantalla en negro. “No hay datos, no hay nada certero. El fiscal no nos atiende el teléfono, no nos sentimos acompañados. Es para volverse locos”, resume la mujer, quien admite que, ante semejante incertidumbre, por momentos teme hasta una conspiración: “A veces llego a pensar que algo nos ocultan. Ponete en mi cabeza, que piensa y maquina y maquina”.

Adriana habla con entereza y amabilidad. Intenta licuar la angustia con actividades introspectivas como la práctica de yoga, el bordado y la lectura. Cuenta que lee libros donde el tema central es el duelo. En la entrevista tenía entre sus manos “Niveles de vida”, de Julian Barnes, novela en la que el escritor inglés aborda la pérdida de su compañera durante 30 años.

En ese relato, Barnes llora la ausencia de “el alma de mi vida; la vida de mi alma”. Y así como el narrador describe su desconsuelo, Adriana explica que, para seguir viviendo sin Lola, “tenés que tener tu recurso emocional fuerte porque si no te quedás todo el día en la cama, o te hacés poeta, o te suicidás, que no es lo que deseo. La verdad es que estás bastante solo”.

Ni en lo que dice ni en cómo lo expresa hay bronca. Jura que no la tiene: “No quiero destilar odio. Nosotros ya no somos más personas alegres. Somos 50 y 75 kilos de tristeza.

Ocupados por el dolor”.

Entonces la mamá de Lola se detiene. Sus ojos se inundan de lágrimas que no llegan a precipitarse más allá. El silencio ocupa la cocina, la casa, el barrio. En ese momento, todo el universo es un agujero negro de silencio. Diego se levanta y le trae un vaso de Coca.

Adriana respira profundo y recupera la palabra: “Deseo claridad y justicia para los magistrados. Justicia sobre todo. Lola merece justicia. Y nosotros merecemos estar aliviados”. Después mira la foto su hija. Lola sonríe. Y en un esfuerzo que resulta conmovedor, ella también.