Un aniversario tóxico

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Por Sergio Federovisky (*)

Si lo hubiese pensado un guionista, no se habría atrevido a ser tan sádico: justo cuando se escribía acerca del cumplimiento del primer año de impunidad del accidente que derramó en Veladero más de un millón de litros de agua con cianuro, Barrick nos entrega un nuevo incidente, tan opaco como el anterior. Esta vez, dice la propia empresa minera de origen canadiense: “El 8 de septiembre, una tubería por donde circula la solución del proceso en el área de las pilas de lixiviación resultó dañada por la caída de un gran bloque de hielo”.

La primera inquietud es por qué el Gobierno sanjuanino se enteró varios días después de ocurrido el incidente y por qué el comunicado de Barrick está fechado una semana más tarde. ¿Se trata de un secreto de Estado? ¿Será, como sugieren los habitantes de Jáchal, el pueblo que aguanta la respiración a los pies del río homónimo que baja de Veladero, que el emprendimiento que explota Barrick tiene estatus extraterritorial, como una especie de principado minero?

Las nuevas autoridades de la Cámara Argentina de Empresas Mineras asumieron, tras el primer derrame de Barrick, con la misión de cambiar la percepción social acerca de la minería a cielo abierto (lo que ellos llaman “la” minería, como si fuese equivalente ambientalmente hablando a la obtención de granito para mesadas de cocina). El presidente, Marcelo Álvarez, no procedente de la criticada industria minera, dijo públicamente que la actividad debe cambiar sus estándares y avanzar hacia la transparencia.

Barrick no lo ayuda. Aquel tardío comunicado de la minera canadiense dice que “como resultado [de la caída del bloque de hielo sobre la tubería], una limitada cantidad de la solución circulante salió del valle de lixiviación”.

¿Qué es una “limitada cantidad de solución circulante”? La “solución circulante” es un modo elegante de llamar al agua con cianuro. ¿Y la cantidad “limitada”? Siempre una cantidad de líquido derramado, sea un litro o un millón de litros, es “limitada”, nunca es infinita. Lo que Barrick debió haber dicho —o el Gobierno sanjuanino debió haber verificado— es cuánto. A esto la industria minera llama “transparencia”.

La disquisición lingüística sirve para entender a qué se expone la sociedad cuando “elige” —es un modo de decir— este tipo de actividades para generar riqueza.

La minería a cielo abierto funciona como un gran chantajista, que, como dice traer inversiones, desarrollo y trabajo, exige que todo le sea permitido.

Por caso, como dice Antonio Brailovsky, lo que ocurre con sus residuos peligrosos. El cianuro, aclara, es un veneno tremendo, pero se degrada en el contacto con el aire en pocos meses: “El problema mayor son los tóxicos que no se degradan, como algunos químicos y metales pesados. Un emprendimiento como Veladero (y varios más) está autorizado a no tratar sus residuos peligrosos, sino que los pueden acumular en un enorme lago de barros tóxicos, llamado dique de colas. Estamos hablando de un volumen de decenas de hectómetros cúbicos (es decir, que equivale al volumen de muchos cubos de cien metros de lado)”.

O sea, a la amenaza permanente, y ya producida, de un derrame que inutilice el agua de un río con cianuro, se le debe agregar el pasivo que supone un estanque repleto de sustancias tóxicas que Barrick dejará cuando haya extraído todo el oro posible de las montañas.

Cabría agregar otra pequeña licencia a favor de la minera. Al aprobarse la ley de glaciares, cuya primera versión la ex presidente Cristina Kirchner vetó con entusiasmo explícito a pedido de la ideología nacional y popular de Barrick Gold, se determinó la prohibición de toda actividad extractiva sobre área glaciar y periglaciar. Esa porción de la ley está vigente, independientemente del inventario de glaciares que se ordena confeccionar al Instituto Argentino de Nivología, Glaciología y Ciencias Ambientales, un instituto científico con un ritmo de ejecución similar al del legendario general Alais. A confesión de partes, relevo de pruebas, recuerdan las organizaciones ambientalistas: en un folleto distribuido por la propia Barrick con la finalidad de congraciarse con los sanjuaninos antes de iniciar su emprendimiento de Veladero explicaba didácticamente cómo trasladaría el glaciar sobre el que desarrolla la explotación aurífera. Conclusión: Barrick está sobre un glaciar y la ley que reglamenta sobre la conservación de esos cuerpos de agua permanentemente congelada lo prohíbe.

Una puntualización más. Además de Veladero, no hay que olvidar, Barrick encabeza la extracción de oro binacional de Pascua Lama, que sí se ha convertido, por gestión de los gobernantes de la Argentina (Cristina Kirchner) y Chile (Sebastián Piñera) en una suerte de emplazamiento suprajurisdiccional al que los Estados de carne y hueso no pueden acceder. Sin embargo, debido a la mala praxis que derivó en impactos ambientales negativos sobre los glaciares, la Corte Suprema de Chile detuvo la explotación de aquel lado de la cordillera. De modo notable, la uniformidad del emprendimiento —se supone que la montaña es la misma, más allá de la existencia formal de una frontera— quedó desarticulada para la dirigencia política argentina: jamás se investigó si dicho impacto se producía también de este costado de los Andes y el entonces gobernador de San Juan, tan medido como equilibrado y dispuesto a proteger el ambiente, afirmó sin dubitar: “En la Argentina, Pascua Lama goza de buena salud”.

El gran interrogante es en qué momento la sociedad argentina decidió convivir con una actividad de semejante peligrosidad. La primera pregunta asociada es: ¿a qué costo? La segunda es: ¿no hay alternativa?

En su libro de ensayos Causas Naturales, James O’Connor, sociólogo y economista estadounidense dedicado al estudio del medio ambiente, sostiene que los problemas ambientales no existen: son daños colaterales de decisiones (malas) de política económica.

La espontánea tendencia conservadora de la sociedad y sus dirigentes, y el temor a las consecuencias de una mirada crítica, conducen a que se eleven al cielo los presuntos beneficios de la minería a cielo abierto (1.500 empleos directos y unos cinco mil indirectos en Veladero) y se evite imaginar un modelo diferente. O sea, parafraseando a O’Connor, una decisión económica cuyos daños colaterales sean infinitamente menores para el ambiente.

Pregunta: ¿los 110 litros de agua por segundo que Barrick destina a obtener oro que en más de un 80% va destinado a fabricar lingotes no podrían ser aplicados a una actividad agrícola social y ambientalmente sostenible? ¿Alguien hizo la cuenta de si eso daría menos trabajo, desarrollo, alimentación e ingresos que la minería a cielo abierto?

Por suerte, ya algunos eslóganes comienzan a derretirse al calor de las evidencias y de la positiva penetración de los conocimientos en el discurso automático de ciertos dirigentes. La “minería sustentable” que promocionaba la publicidad de la Cámara del sector hace pocos meses se demostró falsa: ninguna actividad extractiva, basada en un recurso no renovable como los minerales, puede ser sustentable si se entiende por eso algo que se mantenga en el tiempo.

Por el contrario, con el tiempo, Barrick y sus similares verán acabar el oro, irán a otras latitudes a exponer sus espejos de colores y la sociedad deberá lidiar con el pasivo ambiental y social que dejará su ausencia.

¿No será hora, en un país que se autopostula moderno y democrático, de poner todos estos elementos sobre una mesa y que la sociedad decida cuál es el modelo productivo que prefiere para su desarrollo?

(*) biólogo, periodista ambiental, conductor de “Ambiente y Medio”, por la TV Pública.