El problema de la seguridad después de octubre

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Diego Gorgal

Por Diego P. Gorgal*

Desafortunadamente, el problema de la seguridad brilla por su ausencia en la agenda del grueso de la dirigencia política argentina, aun en momentos en los que se ponen en juego los gobiernos provinciales y nacional que regirán los destinos de los argentinos los próximos cuatro años. Esta ausencia contrasta con la prioridad que los argentinos le otorgan a la preocupación por la inseguridad. Entonces, ¿es sólo una cuestión de sensaciones y percepciones de la gente, infladas por los medios de comunicación y el malestar de ciertos sectores de la sociedad por otros temas, o—por el contrario—su escala y complejidad constituyen un riesgo real sobre la vida, la libertad, y la propiedad de los argentinos? Responder este interrogante será una de las principales tareas que le deberán acometer las nuevas administraciones que surjan de las elecciones de octubre.

Evidentemente, el problema del delito genera preocupación en la gente, percepción de riesgo y temor. De acuerdo a la Encuesta de la Deuda Social—UCA, el 75% de la población de los centros urbanos del país manifiesta sentirse inseguro. Ello afecta negativamente la calidad de vida de la población, pues trastoca las rutinas de las personas (ej. dejar de frecuentar determinadas zonas), influye en la economía familiar (ej. al colocar un servicio de alarmas en la vivienda), deteriora la capacidad asociativa (ej. incentiva el retiro del espacio público, pues es un lugar amenazante en determinados barrios populares), influye en la participación política o el voto y, por último, deslegitima a las principales instituciones estatales (ej. policía y justicia) y a la misma actividad política. En otras palabras, que la gente esté preocupada por el delito, se perciba en riesgo de sufrirlo, y eso le genere temor es un problema en sí mismo que no puede ser soslayado.

No obstante, en Argentina el problema de la seguridad no se reduce a las preocupaciones, percepciones y temores de la gente. En los últimos diez años, creció el delito, aumentó la violencia, y se complejizó la criminalidad. En otras palabras, el problema del delito aumentó en escala—lo cual desafía la capacidad operativa del sistema policial y penal—y evolucionó en complejidad—lo cual desafía la capacidad organizativa del mentado sistema.

En efecto, luego del pico de criminalidad ocurrido como consecuencia de la crisis del 2001/2002, la tasa general de delito en Argentina descendió marcadamente desde el 2003 y hasta el 2007, aunque se mantuvo por encima del promedio de los noventa. Como toda crisis, la del 2001 fijó un nuevo piso de criminalidad, por encima de los años pre-crisis. A partir de entonces, las encuestas de victimización marcan una leve, aunque sostenida, tendencia al alza del porcentaje de población victimizada en los centros urbanos del país. Esto significa, que la expansión del delito es marcada desde el 2007.

Paralelamente, los niveles de violencia—que habían bajado sensiblemente luego de alcanzar su pico en el 2002—volvieron a incrementarse sostenidamente desde el 2007. Ante la falta de acceso a estadística oficial, la información de las principales jurisdicciones –como la provincia de Buenos Aires, Santa Fe y la Ciudad de Buenos Aires—indican un alza sostenida en la tasa de homicidios. Rosario, por caso, ostenta una tasa de homicidios de alrededor de 20 cada 100.000, ubicándose por encima de San Pablo, Brasil. En la Ciudad y en la Provincia de Buenos Aires, la tasa de homicidios creció más de un 60% desde el 2007.

Finalmente, no solo ha crecido la cantidad de delitos y homicidios en la Argentina, sino que también los mismos se han complejizado, debido a la expansión ocurrida en los últimos diez años de distintas modalidad de criminalidad organizada. De todas las modalidades que operan en todo el país, el narcotráfico se ha constituido en la más peligrosa y presente.

En efecto, todos los indicadores marcan una expansión del consumo doméstico de las drogas ilegales en Argentina, convirtiendo al país en un mercado en desarrollo. Este incremento de la cantidad demandada incentivó una expansión en la oferta de drogas ilegales, lo que significó no sólo un aumento del contrabando sino también una sustitución de importaciones.

Ciertamente, la Argentina ha venido adquiriendo un rol cada vez mayor en la fabricación de cocaína y de drogas sintéticas. Esto le agrega gravedad a un problema ya de por si grave, pues la existencia de cocinas y laboratorios implica un establecimiento de las redes de tráfico de drogas en el país, invirtiendo activos que deben proteger y hacer rendir, lo que implica más violencia y corrupción. Finalmente, la información internacional también marca que el país ha adquirido un activo rol en la exportación de drogas a los mercados tradicionales, principalmente europeos. Todo ello—mercado doméstico en crecimiento, y activo rol en la fabricación y exportación de drogas—representa una clara y real amenaza para la seguridad de la población, de las instituciones del Estado, y del normal funcionamiento de la actividad política democrática en nuestro país. Basta ver el escenario regional para advertir el potencial de daño del narcotráfico.

Así entonces, los próximos gobiernos provinciales y nacional deberán dar cuenta de un problema de seguridad que adquirió una escala significativamente mayor que la existente hace diez años, y una complejidad que desafía seriamente la capacidad del Estado de cumplir con su razón de ser: proteger a su gente. La agenda que las nuevas administraciones planteen en la materia apenas asuman será determinante para saber si la Argentina podrá contener el problema de la inseguridad en los próximos años, o si—por el contrario—asistiremos a una definitiva “latinoamericanización” de la seguridad de nuestro país.

*Politólogo (UCA). Master en Políticas Públicas (Georgetown University). Fue Secretario de Seguridad y Ministro de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.